viernes, 18 de abril de 2025

La Orquesta Sosa: el Big Bang del Caribe musical


Corría el año de 1932 cuando en los salones de Barranquilla empezó a escucharse una nueva sonoridad. No venía del puerto ni de las plazas populares, sino de los salones del Club Barranquilla, donde la élite costeña se reunía para sus veladas elegantes. Allí, bajo la batuta del maestro boyacense Luis Felipe Sosa, se gestaba algo más que una orquesta: nacía una escuela, una corriente, una forma de entender la música. La Orquesta Sosa, la primera big band moderna de la ciudad, encendería una chispa que transformaría para siempre el sonido del Caribe colombiano.


En sus comienzos, esta agrupación fue mucho más que entretenimiento. Era el alma musical de una época en transición: los años treinta traían consigo la radio, el jazz, la influencia internacional… y en medio de todo eso, los músicos de la región encontraron en la Orquesta Sosa un espacio para crecer, para aprender, para sonar diferente.


Figuras legendarias como Antonio María Peñaloza, Pacho Galán, Guido Perla, Nelson García, Luis Antonio Meza y muchos más, desfilaron por sus filas, aprendiendo armonización y orquestación bajo la tutela del mismo Pedro Biava, yerno de Sosa, músico refinado y futuro artífice de la Filarmónica de Barranquilla. El impacto de este colectivo fue tan profundo, que puede decirse que no hubo músico importante de la región que no pasara, directa o indirectamente, por sus pentagramas.


La Orquesta Sosa no solo sonaba bien: sonaba distinta. Su repertorio era una mezcla exquisita de bambucos, pasillos, rumbas cubanas, porros estilizados y, por supuesto, jazz. Las influencias del swing americano eran evidentes, con arreglos que evocaban a Benny Goodman, Artie Shaw, y Harry James, mientras que el alma costeña nunca dejaba de latir en la percusión y el color de los vientos.


Las noches en la terraza del Hotel Esperia, con el mar como telón de fondo, eran inolvidables. Italianos nostálgicos bailaban valses europeos mientras la orquesta colaba, como por accidente, una mazurca o un fox trot con cadencia caribe. Era la elegancia del jazz abrazando la alegría tropical.


Pero en 1939, la historia dio un giro inesperado. Durante una gira por el interior del país, Luis Felipe Sosa falleció de un infarto en plena travesía fluvial por el Magdalena, a la altura de Puerto Berrío. Sin embargo, ni la muerte detuvo la música. La orquesta, en homenaje a su fundador, siguió tocando bajo su nombre, ahora dirigida por el bajista Guido Perla.


Ese mismo año, impulsados por los hermanos Blanco y el auge de la radio, la agrupación adoptó un nuevo nombre: Emisora Atlántico Jazz Band. Desde allí, en el radioteatro, la banda siguió rompiendo moldes y transmitiendo swing y sabor al país entero. Grabaron en vivo, enviaron sus cintas a Argentina, sonaron en la Tropical de la Vía 40 y se convirtieron en la banda sonora de las empanadas bailables del Hotel El Prado.


En la formación de esta segunda etapa participaron nombres inolvidables: Zoraida Marrero, Jaime García, Gilberto "Castillita" Castilla, Antonio Peñaloza, Lucho Vásquez, Mariano Hernández, entre muchos otros. Y como no podía faltar, Pacho Galán, quien en 1952 asumió la dirección, consolidando un legado que lo convertiría más adelante en una de las leyendas del merecumbé colombiano.




Para 1954, la historia de la orquesta llegó a su fin formal, pero sus ecos no dejaron de sonar. Muchos de sus músicos fundaron nuevas agrupaciones, como Emisoras Unidas Jazz Band, semillero de lo que sería la orquesta definitiva de Pacho Galán. El sonido Sosa, filtrado por el jazz y moldeado con alma de porro, quedaba sembrado para siempre.


Hoy, cuando suenan los porros modernos, cuando se bailan cumbias en las verbenas o se escucha a Juan Piña, Checo Acosta o Juan Carlos Coronel, todavía resuena el eco lejano de aquella primera big band costeña. La Orquesta Sosa no fue solo un grupo de músicos, fue el punto de partida de una tradición, el primer gran ensayo de una música que, sin renunciar a sus raíces, aprendió a mirar al mundo.

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