martes, 22 de agosto de 2017

(Km 16 Isla Salamanca) El paraíso perdido de la Familia Campo


Isla de Salamanca, Km 16, o el paraíso perdido de la familia Campo


*Destrucción ambiental en la Isla de Salamanca *Recuerdos de una niñez feliz *La abundante fauna y flora de la isla de Salamanca antes de ser declarada Parque Nacional Natural *Cacería de jaibas con chuzos y de tiburones con escopeta *El galpón que acabaron entre los zorros chuchos y los abuelos *Nada de lo aquí relatado existe ni volverá a ser.





Por David Campo Pineda

Hará unos 47 años, cuando la isla de Salamanca no había sido declarada Parque Nacional Natural (1) y luego Vía Parque Isla de Salamanca por Gobierno Nacional, el mar estaba retirado de la carretera, en el actual kilómetro 18 (antes kilómetro 16), entre 500 y 600 metros, es decir, casi poco más de medio kilómetro. Lo afirmo con toda certeza puesto que mi padre, el fallecido periodista Porthos Campo Pineda, fue propietario desde 1963 de un lote de 200 metros de frente -contados desde el antiguo km 16-, por casi 600 metros de fondo (desde la carretera hasta la orilla del mar), donde hizo un tambo (2) en el cual vivió por varios años una pareja de ancianos: Jorge Durán Cayón y María Acosta, padrinos del periodista Campo Pineda, y ella madre de Arturo Campo Acosta, conocido en Barranquilla como ‘Juajuá’ por su infalible fórmula para no perder ningún cliente en su profesión de pintor automotriz: “Cómo lo quieres, ¿con todas las de la ley, o un juá juá?”, y siempre obtenía el trabajo.

El terreno frente al mar lo bautizaron en honor de la vieja Mary con el significativo nombre de “Marycosta”. Jamás hubiesen hallado alguno más apropiado. Allí pasamos mi hermano, mis primos y yo, los más dichosos días de la niñez.
Los cuerpos de agua que aún es posible hallar en Salamanca, del lado del mar, son salados, lo que ha hecho.

desaparecer algunas especies de peces de agua dulce.

Era tan evidente la distancia entre el mar y la carretera, que existían lagunas de agua dulce en las cuales mi hermano José Luis y yo, y también los primos Carlos, Fernando, Lorenzo y Jaime Campo Polo –hijos de tío Juajuá-, atrapábamos con pequeños anzuelos mojarras peñas y otras clases de peces de aguas dulces y salobres; era especialmente atractivo ver centenares de jaibas, al despuntar la mañana, recibiendo su ritual baño de sol y de agua de mar en las playas bajas por las cuales se metían las olas, ya suavemente, a las grandes charcas de agua.

Cuando nos quedábamos a dormir allá algunos fines de semana, para las salidas matutinas el abuelo nos proveía a Jose y mí de unas varas de aproximandante de un metro de longitud terminadas en puntas metálicas, de unos 25 centímetros de largo, con las cuales nos enseñó a atrapar jaibas. Cuando, luego del infaltable tinto mañanero, caminábamos con el viejo Jorge por la orilla del mar hacia el kilómetro 17 (el hoy peligroso kilómetro 19), hallábamos en los puntos por donde el mar entraba suavemente a las lagunas centenares de jaibas que ensartábamos con los chuzos y las cuales metíamos en el saco de tupido fique que el abuelo llevaba para tal fin. Con mi madre, Electa Pineda de Campo, y la abuela María, mi padre, mi hermano y yo nos sentábamos a la orilla del mar y recogíamos chipi chipis por montones, junto con muchas morrocoyitas de mar y una que otra almeja que debidamente cocidos y salados servían para proveer durante varios días la despensa de los abuelos y la nevera de nuestra casa del barrio San José en Barranquilla.
Era todo un espectáculo monocolor ver las grandes bandadas de garzas cuando llegaban a los mangles para reposar, o cuando se posaban en el agua para capturar pequeños peces en las generosas ciénagas.

En una ocasión, el abuelo Jorge cazó con su escopeta calibre 16 un tiburón de metro y medio de longitud. Había salido muy temprano a recorrer la playa, como era su hábito, y al llegar precisamente al sector del kilómetro 17 vio que algo se movía violentamente en el agua de la orilla del mar y levantaba grandes surtidores de agua y espuma. Al acercarse vio que allí se debatía como encallado entre la arena y el agua de la orilla un pez, al cual le disparó su escopeta de perdigones sobre la cabeza y, luego de unas cuantas convulsiones tras las cuales el animal quedó quieto, lo sacó del mar jalándolo por la cola para llevárselo hasta el rancho, donde lo preparó y lo saló ayudado por la abuela María. Del tiburón comimos todos el fin de semana siguiente, pues a pesar del insoportable olor que despedía, el caldo preparado por la abuela estuvo delicioso. Y, además, en el mar había que comer comida de mar, nos enseñaron el viejo Jorge, el tío Arturo y mi padre.

Los fines de semana también se iban para el 16 algunos familiares como los tíos Benjamín Pineda y Nicomedes Osorio, y sus sobrinos Alfonso, Orlando y Benjamín Vergara Pineda; Octavio y Jorge Pineda Cervera quienes, además de visitar a los abuelos, dedicaban la mayor parte del tiempo a pescar con carretos y anzuelos desde la orilla del mar. Sacaban de allí chivos, macabíes y sábalos de regular tamaño que llevaban a sus casas cuando regresaban los domingos por la tarde.
Muchos de nuestros familiares varones se iban los fines de semana al 16 y allí pescaban chivos, macabíes o sábalos que nutrían sus despensas. (Foto tomada de El Heraldo).

En todo el sector abundaban también los depredadores carnívoros como los zorros chucho y patón, aparte del menos numeroso tigrillo, que encontraron una bien provista despensa en el rudimentario galpón donde los abuelos criaban los 600 polluelos que había comprado mi papá. Cuando crecieron los pollos también comenzó a disminuir sensiblemente su cantidad, lo cual atribuía el abuelo a la infalible acción de los zorros chuchos y tigrillos. Pero mi padre y el tío Arturo sabían que los viejos también comían los pollos, ya casi gallinas, aunque eso jamás fue motivo de reclamo.

Así era a grandes rasgos nuestro paraíso particular y a él regresábamos cada fin de semana, cuando se ponían de acuerdo nuestros padres para llevarles víveres a los viejos. En las épocas de lluvia, cuando por las tuberías que interconectaban los sectores adyacentes de la carretera fluía a torrentes el agua dulce de la ciénaga hacia el mar, era imposible llegar a pie hasta el tambo de los abuelos, circunstancia que hizo necesario contar con una lancha la cual fabricó el tío Juajuá cortando varios barriles de aceite a los que les dio figura de embarcación a punta de golpes de mona (3) y los cuales unió con soldadura autógena. Eran ingeniosos los viejos. En la destartalada camioneta Chevrolet que tenía el tío Arturo fue llevada la lancha al 16 y en ella navegábamos para llegar hasta el improvisado rancho de los abuelos.
Las raíces zancudas del manglar son las 'salas-cunas' de numerosas especies de peces, crustáceos y moluscos, que se crían en los caños y cuerpos de agua de la Isla Salamanca y de la Ciénaga Grande de Santa Marta.

Era abundantísima la vida en el 16. Aves como los patos cucharo y yuyo, chorlitos y garzas blancas; variadas especies de peces y moluscos; mamíferos como zorros chuchos y patones, guartinajas, ponches, zaínos, tigrillos, conejos, ratones de monte; reptiles como babillas, lobos azulejos, culebras, etc., y numerosas especies vegetales conformaban un ecosistema que, para nuestra visión infantil, permanecería igual por siempre y quién sabe si alguno de nosotros, los ilusos niños de ese paraíso en la tierra, imaginó que sería el perfecto refugio ambiental para sus hijos. Me es doloroso reconocer que de esas vivencias no existe ni una sola fotografía. Tal vez sea mejor así, porque nos rompería el alma ver la belleza exuberante y natural del kilómetro 16 hacia el año de 1964, y comprobar que la implacable naturaleza, por la imprevisión del hombre, ha transformado hasta casi su destrucción el remanso perfecto que encontrábamos los Campo Pineda y Campo Polo en la Isla de Salamanca.
Al daño ambiental por la falta de atención y por la irrupción del mar en extensas zonas terrestres, se suma la actividad destructiva del hombre. Centenares de hectáreas han sido quemadas para siembras y otras tantas fueron desecadas para apropiárselas grandes terratenientes.

No teníamos ni la más remota idea de que la misma carretera que nos permitía llegar al 16 en la vieja camioneta del tío Juajuá y en el carro inglés Morris 10 de mi viejo, causaría el más grande desastre ambiental del país al propiciar la destrucción de cerca de 334 kilómetros cuadrados de bosque de manglar [el 65 por ciento del área cubierta por esa vegetación (4)] en un periodo de 39 años contados a partir de 1956, cuando fue dada al servicio la carretera entre el llamado Kilómetro 0 -a la orilla del río Magdalena, donde está ubicado el corregimiento de Palermo- y el corregimiento Isla del Rosario, donde comienza el Puente de La Barra. Este puente fue construido inicialmente en madera y por el pasaban dos vehículos por turnos que llegaban hasta su centro, donde se ensanchaba para que pudieran seguir los carros su recorrido hasta llegar cada uno a la orilla opuesta, desde donde seguían su viaje. El paso vehicular era siempre de dos en dos, uno en cada lado.
Aspecto de la destrucción erosiva del mar en el kilómetro 19 (antes km 17). Hará unos 50 años el mar estaba retirado, desde este sector, unos 500 metros. El Caribe se ha tragado, en promedio, entre 10 y 12 metros de tierra por año. (Foto cortesía de El Heraldo).

Cuando uno pasa por lo que es ahora el kilómetro 18 y 19, se encuentra con que esos 2.000 metros de orilla de playa están casi al alcance de las manos, se percata que desapareció la mayor parte de la vegetación que allí existía y que también los animales se acabaron para siempre. Tal y como se nos fue la niñez con el correr de los años, así desapareció esa porción de tierra, con aguas dulces, salobres y saladas, de abundante vegetación y animales que se convirtieron en el paraíso de un puñado de niños que solo añoraban, en aquellos años, ser felices para siempre. Nuestro paraíso fue también nuestra Isla de Nunca Jamás.


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